Haciendo uso de algunas preexistencias del local a intervenir, se propuso un espacio que provocara un sentir de intimidad sofisticada a partir de claroscuros: generación de contrastes entre objetos claros y rincones obscuros. Algo casi monástico, que permitiera una estancia confortable y que, desde los tonos obscuros del lugar, contrastaran y destacaran los comensales, los coloridos platillos nikkei y la vida hacia el interior.
Esto se logró con recubrimientos de recinto como lienzo base, mobiliario en negros y grises, y contrastes con carpintería de rosa morada sólida, la que principalmente destaca en los dinámicos postigos y las puertas al exterior y sirven de filtros móviles que suavizan y amortiguan lo que acontece en las bulliciosas calles al exterior.
Los arcos – también en rosa morada – funcionan como costillar que da ritmo, escala y particiona la amplitud visual del espacio existente, y sirve de conector entre el vano hacia la calle y su réplica utilitaria en el muro contrario: nichos con fondo espejo que, con sus intervenciones de ilustraciones botánicas, libros y piezas de cerámica, acompañan la experiencia y amplían fugas y contactos visuales entre comensales.
En el semisótano, donde se ubican los sanitarios, se decidió acentuar la idea del contraste vistiéndolo todo en tono blanco y continuando el uso de espejos, logrando también ahí, que los usuarios – y sus breves encuentros entre las cabinas individuales y el lavabo común – sean los protagonistas.